El agua de la ducha corría tibia aquella mañana primaveral. El impacto de las gotas contra los azulejos haría de orquesta para las enérgicas notas con que Oscar entonaba un tango, que resonaría por toda la casa de los Migliorini. Martita no podría evitar una sonrisa al verse envuelta por el júbilo con que su padre inundaba el hogar antes de ir a trabajar, y mientras se vestía para ir al colegio pensaría en el temido examen de matemática que le esperaba.

 

“Decime quién sos vos,

decime dónde vas,

alegre mascarita

que me gritas al pasar:

“—¿Qué hacés? ¿Me conocés?

Adiós… Adiós… Adiós…

¡Yo soy la misteriosa

mujercita que buscás!”

 

—Chau, mi Petisa, acordate que hoy se come mondongo, que si no Martita se enoja.

—Suerte en el trabajo, Oscarcito; si podés traé pimienta que tenemos poca.

—¡Sin pimienta yo también me enojo, eh! —concluiría burlonamente.

La vivienda, ubicada junto a la Cooperativa Obrera de Villa Mitre, simplificaba el acceso de Oscar al trabajo, que ejercía de encargado en esa sucursal del supermercado. Aquella mañana muchas personas transitarían entre las góndolas, donde los saludos y las charlas espontáneas generaban un característico ambiente de familiaridad. No se trataba de una sucursal muy grande, aunque era la más importante de la zona. Las palitas de los trabajadores cargaban harinas, legumbres y azúcar a granel bajo el pedido de los clientes, junto a la caja donde antaño se desempeñaba la Petisa, que luego de casarse renunció para dedicarse al cuidado del hogar.

Se encontraba Oscar en la entrada, dando cierre a una de sus habituales conversaciones deportivas con Raúl, su querido amigo y vecino, cuando dos mellizos ingresaron. Eran de estatura baja, ojos saltones y características perturbadoramente similares, tanto físicas (mismo corte en tazón) como estéticas (ambos vestían con ropas desgastadas y de similares colores).

—¡Buen día, purretes! —exclamó a los chicos de unos diez años, que tímidamente buscaban palabras para responder —Está bien que uso lentes, pero con ustedes siento que además de chicato me quedé bizco. A ver, vamos a encontrar una solución.

Dio media la vuelta hacia la caja y se reincorporó con un sello del supermercado en la diestra, que sin mediar palabra marcó en la frente de uno de los muchachos. – ¡Ahora sí! Bienvenidos, caballeros. Si necesitan algo, Oscarcito está para ayudarlos. 

El gemelo sellado reflejaría cierto desconcierto en su rostro, mientras su acompañante se reiría a carcajadas adelantándosele en el ingreso al supermercado. 

La labor de Oscar en aquella sucursal consistía en ayudar donde fuera necesario. Cargando pedidos de clientes, guiándolos con sugerencias, hablando y conociendo a cada uno, y ayudando en la caja. Sus habilidades para la suma le habían ganado el lugar que entonces tenía; interminables listas de precios eran calculadas por él, que en solo un segundo podía conocer el valor de las compras de tres personas diferentes. — Usted tiene un don —Le decía cada persona que presenciaba su magia por vez primera, pero eso al señor encargado nunca le pareció demasiado relevante, y así como él le restaba importancia, quienes ya lo conocían lo veían como algo habitual.

 

“¡Sacate el antifaz!

¡Te quiero conocer!

Tus ojos, por el corso,

van buscando mi ansiedad.

¡Tu risa me hace mal!

¡Detrás de tus desvíos

todo el año es Carnaval!

 

—Oscarcito, sabe usted que no necesita pasar por caja para llevarse veinticinco gramos de pimienta —le advertía una casi jubilada cajera, ya con la sucursal vacía iluminada por el naranja atardecer.

—Gracias, pibita, pero cuando me contrataron no me dijeron que la pimienta era gratis, así que cobrame tranquila.

Oscar era un hombre particular. Las calles de la Bahía Blanca del siglo XX, testigos de sus paseos en bicicleta, de su silbar alegre y de su tranquilo andar, veían en aquel hombre delgado de mediana estatura, muchas veces con gafas y siempre con sonrisas, a un humilde portador de la sencillez y la bondad. 

Hijo de Victorio Migliorini, un socialista partidario de Alfredo Palacios y uno de los más finos carpinteros de la ciudad, creció en una numerosa familia de doce hermanos. Su trabajo en la Cooperativa lo llevó a conocer a la Petisa, con quien tendría su única hija, Martita, para quien su cariño se mostraba inagotable. 

Una infancia repleta de felicidades tuvo la niña de rulos dorados, marcada por el sonido de los árboles de la plaza danzando tras la brisa matutina, la calidez de una numerosa familia unida y las amistades forjadas en la vereda, donde el juego, el baile y el diálogo eran una forma de vida.

En la “ciudad de Villa Mitre” no había mucho dinero, pero no por ello faltaban cosas que festejar: por sobre el nivel de las casas, donde prácticamente no existían construcciones de más de una planta, se alzaban los parlantes colocados en el techo de la Cooperativa, que pasaban música para celebrar la Vuelta al Perro. Era este un evento que ocurría los sábados y domingos, cuando se cortaban tres cuadras y los vecinos salían a caminar y compartir, los padres por un lado y los chicos por otro, en este disfrute del día a día típico de ese rincón del mundo. La vida era inconcebible sin el contacto recurrente y cercano con la comunidad.

De entre todas las festividades, los eventos que más disfrutaba Martita eran los 25 de Mayo.

—¿Vas a ver el desfile de este año?

—Sí, Mirta, ¡con mis papás nunca nos lo perdemos! —respondería a su amiga, que se alisaría el guardapolvo con las manos mientras salían de la escuela al mediodía.

Afuera la esperaba Oscar, de la mano de la Petisa, quien las guiaría atravesando la plaza teñida de celeste y blanco, saludando a toda persona que se cruzara, dibujada en su rostro la alegría de tamaña celebración. Cruzaban la calle para ir al kiosco de enfrente, donde el ritual proseguía con la compra de una banderita argentina.

—¿Sabés cómo va a ser el desfile de hoy?

—Me dijeron que va a ser el más grande de todos, así que apurémonos.

—Menos mal que al final no llovió

—No me hagas acordar, Martita, de la vez que se inundó la calle y lloraste tanto por ir al jardín que me tuve que arremangar el pantalón y llevarte a caballito. Casi tengo que volverme nadando como hacía antes de que nacieras.

—¡Menos mal que habías dejado la bici adentro!

Villa mitre es una zona de raíces muy marginales. La poca planificación barrial sometió a sus habitantes a sufrir las crecientes que llegaban desde Sierra de la Ventana, cuando en la década del 40 las inundaciones eran costumbre. Quizá hechos así conformaron la unión entre los vecinos, que salían a intentar parar el agua para que no ingresara a sus viviendas, utilizando barricadas y bolsas de arena para delimitar el río en el que se transformaba la calle, que arrastraba todo a su paso. Tal era el nivel del agua que, en muchas ocasiones, se transitaba a nado para llegar de un punto a otro. Una vez inaugurado el club, este ganaría siempre las competencias de natación.

En calle O’Higgins se respiraba el ambiente festivo. Toda la ciudad estaba ahí. Quizá en aquella situación hayan tenido suerte, logrando posicionarse entre las primeras filas, o quizá una charla entre Oscar y algún vecino les haya arruinado la puntualidad, teniendo que conformarse con estar un poco más atrás y subiendo a Martita a hombros de su padre. Más tarde o más temprano, más lejos o más cerca, los 25 de Mayo eran siempre una fiesta: los vecinos se ubicaban sobre las veredas y la calle, portando banderas celestes y blancas que alzaban para fundir con el firmamento. En el centro de la calzada se conformaba un amplio pasillo, por donde desfilaba la alegre orquesta que entonaba el himno nacional con actitud más festiva que solemne, musicalizando los abrazos, los apretones de manos y las miradas.

A medida que el desfile se alejaba con su contagiosa orquesta, la familia seguiría su rumbo hacia calle Vieytes, donde Oscar se había criado y donde las grandes reuniones tenían lugar.

—¿Qué le vamos a regalar al abuelo?

—Papá le consiguió unos cinceles re lindos para el taller.

La vieja casa parecía construida para celebrar los 25 de Mayo. Un largo pasillo daba lugar a la cocina, donde, en torno a una gran mesa, toda la familia se reunía para conmemorar el cumpleaños de Victorio. Se llevaban al evento pasteles y comidas caseras, se charlaba y se jugaba al bingo hasta altas horas de la noche, en compañía no solo de familiares sino también de amigos. Allí se tocaba música en muchas ocasiones, pero cuando no, la cacofonía de voces alzadas en diálogos cruzados y abiertos, con múltiples conversaciones que terminaban desembocando en una sola, eran una cálida caricia. En aquella cocina, más aún que durante el desfile, el mundo era una fiesta. Una fiesta de encuentros y reencuentros, de diferentes generaciones disfrutando de la compañía mutua y fundiendo sus cotidianidades en el principio de amor que los unía. Oscar entonces se reafirmaba en su idea acerca de lo importante, de lo verdaderamente valioso, al notar que en esa mesa estaba todo lo que necesitaba un hombre para ser feliz.

 

“Boca Juniors, Boca Juniors

gran campeón del balompié

que despierta en nuestro pecho

entusiasmo, amor y fe.

Tu bandera azul y oro

en Europa tremoló,

como enseñanza vencedora

donde quiera que luchó”

 

“En este lugar sagrado, donde acude tanta gente, hace fuerza el más miedoso y se caga el más valiente” rezaba un cartel labrado por la caligrafía precisa y risueña de Oscar sobre la puerta del baño, que se cerraba al salir el poeta un domingo por la tarde.

—¿Estás lista para salir, hija? —le preguntaría a Martita, que estaba terminando de cambiarse.

—¡Ya casi!

—Bueno, mi Petisa, nos vamos a dar una vuelta con Martita. ¿Al final anda bien la máquina esa?

—Sí, sí, me parece que era por el hilo, pero ahora está andando de maravilla. Igual ahora le voy a terminar de tejer el pulóver que había empezado. ¿Hoy no ensayabas con la orquesta?

—Sí, pero Mario dijo que quería estar, y no puedo decirle que meta el piano por la ventana, así que vamos a ir mañana a su casa.

La bicicleta no era demasiado moderna, estética ni veloz, pero resultaba el vehículo más confiable para las aventuras de los domingos. Oscar llevaba a su hija, que iba sentada sobre el caño, en un largo paseo por la ciudad. Su primer destino era el Parque Independencia, luego iban a lo de su suegra, la abuela de Martita, y finalmente a la casa del abuelo, en Vieytes. Toda una odisea sobre ruedas.

—Papá, ¿cómo mantenés el equilibrio conmigo acá sentada?

—El equilibrio lo mantiene uno cuando no piensa en que tiene que hacer equilibrio, ahora si nos caemos es tu culpa, eh.

—Vos nunca te caés.

—Qué valiente te volviste, Martita. Antes eras miedosa como un gato.

—Estás mintiendo.

—Una vez, cuando eras más chiquita, te llevé al parque de Mayo. Subiendo por la entrada de Alem hay un bulevarcito que divide la calle en dos, y nos subimos ahí a ver cómo pasaban los autos. En el medio del bulevar hay como una estatua, y en un momento me escondo atrás para ver qué hacés si no me encontrás. Como no me veías, ¡te largaste a llorar sin parar durante tres días!. Te llevamos a casa y seguías, hasta que nos escuchaste ensayar con la orquesta un tango de Gardel, y de repente se te pasó.

—¡Cómo me vas a asustar así!

—Era un chiste nomás, se me fue un poquito la mano. Tu mamá ya me retó.

Aquellos paseos en bicicleta eran también una celebración para Martita, quien, sin embargo, desatendía “obligaciones” para disfrutarlos. 

—¿Entonces está yendo bien la escuela? —preguntaba Oscar, mientras salían de la casa de su padre y volvían a su hogar.

—Por ahora todo bien, papá, estoy estudiando bastante. —respondió Martita, mientras recordaba los contenidos que aún tenía pendientes de estudiar, y que había postergado por juntarse con sus vecinos en la plaza —pero las monjas me van a hacer un lío tremendo cuando se enteren que falté de nuevo a misa.

—Deciles que es culpa de tu papá que te saca a andar en bici.

—Sí, pero ellas dicen que no hay que dedicar más tiempo al ocio que a Dios. Si te vieran a vos…

—Yo sabés que a las iglesias ni entro.

—¿Por el abuelo?

—El abuelo estudió en un colegio de curas en Buenos Aires, y vio tantas cosas feas que no quiso saber más nada.

—¿Entonces Dios es malo?

—Está bien creer en cosas, Martita. ¡Si te creó a vos debe ser buen tipo!

Con el pasar de los años, Oscar no se separaría del disfrute de las simplezas cotidianas. Seguiría tocando el violín los domingos en la Sociedad Italiana, aportando al tango de la orquesta típica y sacando a bailar a la Petisa con el jazz de la orquesta característica. Seguiría dando sus paseos en bicicleta, a los que eventualmente sumaría a su sobrina, cuando a esta le tocó vivir por unos años en su casa. Seguiría cantando tangos en la ducha, y silbando al recorrer las calles. Seguiría atendiendo en la Cooperativa y seguiría parándose a cantar en la esquina con el Titi Berdino, un pintor que allí trabajaba, antes de continuar su camino a casa. Acompañaría a su vecino Raúl a ver a Villa Mitre, y, a pesar de ser hinchas de equipos opuestos (Raúl era un gran fanático de River), las conversaciones habituales se extenderían al invitarlos con frecuencia a él y a su esposa, la Negra, a compartir su mesa con la Petisa. 

Eventualmente se mudarían a una nueva casa también en Villa Mitre, pero ubicada en calle Balboa, y el destino los ubicaría justo en frente de la nueva vivienda que Raúl y la Negra estaban construyendo, haciendo que su amistad perdurase. Allí seguiría la historia de los Migliorini, y Oscar inauguraría una nueva sucursal de la que estaría a cargo, en calle Washington, cerrando la antigua. 

Martita crecería, continuaría sus estudios y se casaría con Ruben, un buen hombre hijo de un tapicero, quien había trabajado antaño en los colectivos cuyos interiores diseñaba Victorio.

El padre de Oscar, que vivía abocado al trabajo de la madera, se terminaría jubilando en una gran celebración organizada por sus amigos y compañeros de trabajo. Sin embargo, como si algo en él se negara a este cambio, el físico le renunciaría a funcionar lejos del taller, despertando al día siguiente con la mitad derecha de su cuerpo paralizada. Así y todo seguiría desarrollando su antiguo oficio y actual pasatiempo con enorme maestría, llevando a cabo obras magníficas con su mano izquierda, burlándose de la crueldad de la vida durante sus últimos años, hasta irse con la frente en alto.

 

“Y brindemos, nomás, la última copa,

que tal vez también ella ahora estará

ofreciendo en algún brindis su boca

y otra boca feliz la besará.

Eche, amigo, nomás, écheme y llene

hasta el borde la copa de champán,

que mi vida se ha ido tras de aquella

que no supo mi amor nunca apreciar.”

 

Afortunadamente, las inundaciones eran cada vez más infrecuentes y leves. Villa Mitre seguía siendo una cuna de la vida en comunidad. La llegada de la televisión tardaría algunos años en hacer efecto sobre el panorama de reposeras en las veredas, dispuestas para tomar mates durante las tardes. En septiembre del 67, cuando este medio arribó a la ciudad, pocas casas podían darse el lujo de tener un televisor donde presenciar las interpretaciones de La Pandilla Bahiense, o las obras de teleteatro de Javier Rizzo y Mario Mauret.

A Oscar la vida le regalaría, de la mano de Marta y Ruben, dos nietos en los que continuar su amorosa entrega: Gustavo y Diego. Se llevaban dos años entre sí, y acostumbraban a observarlo sentado bajo el gran parral, con su radio portátil en mano, sufriendo los partidos de Boca con una pasión inmensa que terminaría contagiándoles. Cuando ganaba River Raúl solía colgar de un poste de luz un banderín con los colores de su equipo, al que los chicos, fanáticos del equipo de su abuelito, atacaban con piedras. El abuelito Oscar seguiría siendo, a pesar de las canas, un ser que colmaba de vida los espacios que habitaba, y para Diego y Gustavo las cosas no serían diferentes. 

Se esforzó por transmitirles los valores que tanto lo caracterizaban, entre ellos la educación y las formas.

—Entonces, Gustavito, si venís caminando por la vereda y viene una señora de frente ¿Qué hacés? —preguntaría Oscar, mientras acompañaba a sus nietos en uno de sus frecuentes paseos por el barrio.

—Le mete la traba.

—No, Diego, pobre señora, le metés la traba y después hay que despegarle la cara del suelo. 

—¿Le dejo el lado de adentro de la vereda? —preguntaría Gustavo.

—Exacto, eso es buena educación. Hay que ser caballero.

Como poniéndolos a prueba, una mujer mayor dobló en la esquina y siguió su rumbo en dirección a los tres transeúntes. Diego, que en aquel momento caminaba por el lado interior de la vereda, vio una oportunidad de poner en práctica lo aprendido y se adelantó unos pasos para darle el espacio a la anciana, que lo miró muy contenta, agachó la cabeza y exclamó —¡Pero qué chico tan educado! —refiriéndose a quien, ahora, continuaba su paso con actitud solemne.

—Muy bien, pebete, eso es ser un caballero. Además, te cuento un secreto: ¡ese es el lado del que siempre se caen las macetas!

El cariño de los chicos hacia su abuelo era palpable. Vivían juntos en la casa de Balboa, donde ahora la mesa era más grande, y el barrio donde se crió Martita también acogería la juventud de sus hijos. Gustavo padecía de bronquitis, lo que dificultaba de a ratos su respiración y le otorgaba, en las noches, una preocupante sonoridad. Oscar, por su parte, no podía irse a dormir sin antes saludar a sus nietos, y dada la condición de Gustavo, solía volver a su cuarto o quedarse minutos junto a su cuerpo dormido, para corroborar, presa de un profundo miedo, que su respiración no se cortara.

Los paseos en bicicleta que años atrás daba con su hija comenzaron nuevamente con sus nietos, a quienes llevaba al parque, al zoológico o al cine. Se había convertido en un gran admirador del séptimo arte, desde el cine mudo hasta el Tarzán de Johnny Weissmüller o las películas de Errol Flynn, y disfrutaba mucho de la acción Hollywoodense. En un momento, no por incapacidad física sino por búsqueda de practicidad, desplazó un poco a la bicicleta por el Cachirulo, un auto que compró para agilizar su transporte en la ciudad.

El Cachirulo, un Citroen 12v color verde claro, era carismático pero no tan fiel como su bicicleta. Con cierta regularidad se le rompía la cruceta, dejando a Oscar varado en medio de la calle, con nulos conocimientos de mecánica, a la espera de que Ruben cruzara la ciudad para socorrerlo. 

Ocho años después del nacimiento de Gustavo, Marta estaba por dar a luz a su única hija mujer. Para liberar de responsabilidades a los padres, el abuelito los llevó a ambos chicos a dar una vuelta en el Cachirulo.

—¡Cuánta gente que hay! —exclamó Diego, pegado a la ventanilla del aparatoso vehículo.

—Hace mucho que no veía tanta gente caminar en el barrio —añadió Gustavo, pensativo.

Relajado ante la dificultad que representaba conducir el Cachirulo, el abuelito comentó:

—Nosotros tenemos la suerte de vivir en un barrio muy lindo, pero antes había más gente siempre en la calle. Ahora están muchos adentro mirando televisión. Cuando no estaba la tele, para no aburrirte solamente podías salir a charlar con los vecinos, ahora tenés las dos opciones. 

—Igual nosotros siempre salimos a jugar con nuestros amigos —Respondió Gustavo.

—Sí, pero de a poquito parece que la gente sale cada vez menos. El país está pasando por un momento muy feo, entonces la gente tiene menos ganas de hacer cosas. Pero bueno, con el tiempo las cosas cambian, yo cuando era chico no tenía las facilidades que tienen ustedes hoy.

—¿Estaba la ciudad antes?

—Sí, la ciudad siempre estuvo, pero fue creciendo. Hoy hay calles, por ejemplo, y ya no se inunda todo como antes. Ustedes saben nadar, ¿no?

Una vez volvieron al hospital se encontraron con que Yanina había nacido, y a Diego y Gustavo les desbordó la emoción. Volvieron a casa en el Cachirulo, exclamando “¡Es una nena! ¡Es una nena!”

Los tres hermanos crecieron en la calidez de su familia, estudiando y disfrutando del día a día en una Villa Mitre diferente, más grande, pero que aún conservaba su espíritu comunitario, reflejado para Diego y Gustavo en lo gravitantes que eran los centros deportivos del barrio, y para Yanina en las amistades que las calles le obsequiaron. Oscar, que se había jubilado en la Cooperativa, comenzó a trabajar nuevamente cuando su hermano le ofreció un lugar en el Expreso Sud Atlántico. Sus nietos a veces se enojaban con él, porque cada vez que salían a caminar paraba infinitas veces por cuadra, para saludarse con la gente que pasaba y quedarse charlando. Para muchos, el no poder dar diez pasos sin sumergirse en una conversación con un vecino representaría una maldición, pero Oscar estaba profundamente agradecido por ello. Habiendo sido encargado de la Cooperativa conocía a prácticamente toda Villa Mitre, y era tan entrañable que no había quien no hablara maravillas de su persona. Él, por su lado, no abandonaba el mantra de la simpleza, con su caminar despreocupado, su silbar jovial y su entrega incondicional al resto. 

Es verdad que la gente salía un poco menos a la calle, ahora que había televisión. Esto provocaría el crecimiento de muchos árboles en el barrio, que acaparaban el aire que ahora no se respiraba, empapando de verde las cuadras y la plaza.  En torno a uno de ellos se encontraban Oscar y sus tres nietos, Yani con ya seis años, recogiendo las frutas que el viejo ciruelo otorgaba finalizando el verano.

—Yani, ¿te conté alguna vez de cuando juntábamos aceitunas?

—¿Aceitunas? —preguntaría su nieta

—En la casa de mi papá, tu bisabuelo, teníamos un olivo enorme, y cuando se formaban las aceitunas nos juntábamos toda la familia a sacarlas. A veces lo hacíamos los veinticinco de mayo, mamá seguro se acuerda y les puede contar bien. Se juntaba toda la familia y nos trepábamos a los árboles a sacarlas, y mi papá que ya andaba medio turuleco llevaba una balanza para pesarlas. Como tu mamá era chiquita me pedía que la levante para llegar a las ramas, porque la pitufa mucho no podía ayudar tampoco.

—¿Ahí mamá subía al techo del segundo piso con vos para colgar la bandera? —lo interrumpiría Diego, siempre atento a las historias del abuelito.

—Sí, en esa misma casa. Tenía una escalerita en el patio, al lado del taller. 

Lamentablemente, pocas ciruelas en buen estado quedaban en aquel viejo árbol, por lo que la pequeña Yanina, opacada por sus hermanos mayores, no había conseguido nada. Gustavo había encontrado dos, compartiendo una con su hermano, y el abuelito encontró una para sí.

Sin embargo, al ver que su nieta se pasaba de mano en mano una ciruela blanda y deteriorada, colocó la suya detrás de la niña sin que esta lo notara.

—Mirá, Yani, ¡tenés una más linda al lado!

Una fría noche invernal, Oscar estaba saliendo de la habitación de sus nietos luego de darles las buenas noches, cuando su miedo ya vuelto costumbre comenzó a exigirle que volviera a comprobar si Gustavito estaba respirando bien. Esperó en la cocina a que se quedara dormido, mientras reparaba su viejo violín, y finalmente volvió a ingresar al cuarto. Deslizó cuidadosamente la puerta, la dejó entrecerrada para que la luz no despertara a nadie, y se adentró en las sombras de la habitación. 

Un pequeño detalle, del que no se había percatado, quebró su calma apenas lo notó: faltaba el silbido del respirar de su nieto. Casi desesperado, apuró el paso bruscamente hasta la cama, puso una temblorosa mano en el pecho del niño y no pudo evitar exteriorizar el pánico que ahora se disipaba.

—¡Ey, cara de pingüino! ¡estás respirando bien!

—¿Qué pasa, abuelo?

—¡Estás respirando bien! —gritaría en susurros.

Ver crecer a sus nietos era, seguramente, lo que más disfrutaba de aquellos años. Él engordó un poco por dejar de fumar, pero siguió rebosante de vida. Ellos; Gus, Diego y Yani, gozaron de una infancia plena de cariño, siguiendo los pasos de padres trabajadores y amorosos y de la figura del abuelito, que les ayudaría a constituirse como personas con las tiernas caricias del más suave alfarero. Su sonrisa, más profunda ahora que habían pasado los años, solamente se podía encontrar en él: una persona que hallaba la felicidad en ayudar a sus nietos con la escuela, ignorando cualquier ambición que no fuera verlos crecer felices y convertirse en buenas personas. En cuanto a su sentir, la realización brotaba en su interior y germinaba en la efusiva paz con que vivió su vejez, arraigándose más profundo en su persona cada vez que contemplaba a sus nietos trazando caminos propios.

 

“Con sonora burla truena la corneta

de una pizpireta dama de organdí.

Y entre grito y risa, linda maragata,

jura que la mata la pasión por mí.

Bajo los chuscos carteles pasan los fieles

del dios jocundo

y le va prendiendo al mundo

sus cascabeles el Carnaval”

 

Se hallaba Oscar feliz, como un niño pequeño. Su hija le había cocinado mondongo, comida por la que sentía devoción, y disfrutó tanto aquel almuerzo que vació tres platos. Con la panza llena se lavaría los dientes, se metería la camisa bajo el pantalón y se calzaría el saco, alistándose para ir a trabajar.

Gustavo estaba cursando su primer año de universidad, tanto Yanina como Diego aún no habían salido de la escuela, y Ruben seguía en el trabajo, por lo que Martita dejaría la hornalla a fuego lento. 

—¡Chau, Martita! —Se despediría asomando a la cocina con su habitual humor, antes de salir a la vereda y subirse a su bicicleta.

Pedalearía entonces Oscar, con sus 72 años, por las veredas que los vieron crecer a él y a su familia. Interrumpiría su tango silbado para saludar a algún vecino, con quien intercambiaría breves palabras acerca del partido del domingo, antes de continuar su viaje.

Pedalearía Oscar algo más cansado que durante aquellos años cuando recorría la ciudad con Martita, pero aún más feliz que entonces. Su mente nunca se despegaba de su familia, del orgullo que le generaba haber visto a su hija volverse una mujer feliz, de haber sido acompañado por la mujer que amaba y de haber podido acompañar a sus nietos. Pensaría en lo afortunado que era, en que los tres dejaban de ser niños, y en lo orgulloso que siempre se sentiría de ellos. Pensaría tal vez en el futuro, observando al pasado, y notaría que solo necesitó una familia, una bicicleta y un tango para ser el hombre más feliz del mundo. 

Quizá asumiría, con felicidad profunda y plena, que su misión había acabado, y se iría feliz, pedaleando y silbando un tango en su bicicleta.

Sonriendo, como siempre, se fue.

 

Fin.

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