portada de la era del glamour

Es evidente que una radiografía del mundo actual, con sus miserias, brutalidades y desigualdades, no constituirá precisamente una foto “glamorosa”. Sin embargo, el “glamour” es un “dios” que cotiza muy alto hoy día a partir de su exaltación por diversos agentes sociales que van desde la publicidad hasta el cine y en contextos que rayan desde la moda y la tecnología hasta las relaciones interpersonales. Resulta notable como la gente persigue cada vez con más ahínco a su encandilador lustre dorado e, incluso, sueña con una sociedad glamorosa, un ideal a priori no muy elevado dada la connotación de frivolidad que reviste su acepción actual.

Sin embargo, la evolución del concepto de glamour tiene una historia muy interesante, tal como ha relatado el italiano Marco Focchi en un sugestivo artículo titulado “Elogio del glamour”*. Allí, el glamour es contrapuesto a la criticada ideología dominante, ese “cientificismo” que a todo achata y opaca cuando se lo extrapola más allá de su dominio natural, aplicándolo a aquello que no está supeditado a la medida y al cálculo. En este sentido, el artículo rescata la noción más primitiva de glamour como “ese encanto que hace parecer a las cosas como más bellas de lo que son”. Y advierte que tal sobrevaloración no constituye, en realidad, un error de valoración sino que, por el contrario, se trata de aquello que promueve el enamoramiento y que, incluso, torna viable enseñar, gobernar o psicoanalizar. Etimológicamente**, la palabra glamour proviene de la voz escocesa “glamour” o “glamor”, alteración del inglés “grammar”, que a su vez (pasando por el latín y el francés) procede del vocablo griego para gramática. Inicialmente tenía el significado de un “hechizo” que afectaba la percepción visual de una persona, mostrando los objetos percibidos de una manera diferente de la (permítaseme el “supuestamente”) real y presentándolos de una manera atractiva, magnífica o glorificada. Sir Walter Scott la usó precisamente con este sentido en sus poemas. Luego, el vocablo se extendió a “encanto sensual que fascina” o “atracción excitante”, es decir, el glamour pasó a ser una característica propia de la persona u objeto glamoroso. A su vez, en el siglo XIX la palabra glamour se redujo a un término que simplemente describía la belleza y la elegancia que conformaban las características de un objeto,
de una manera ilusoria o romántica, para en nuestro tiempo circunscribirse mayormente a la acepción que alude a las características sensuales y atractivas, al estilo, en la moda, el arte y diversos aspectos de la cultura popular (con énfasis en lo frívolo y superficial).

Volviendo a sus acepciones más primitivas, es interesante comprender cómo es que se relaciona ese “encanto sensual que fascina” con la “gramática”. Ello proviene de la creencia (supuestamente supersticiosa) del vulgo que (con admiración) veía en un erudito (y eso es lo que era el “gramático”) a una especie de alquimista, ocupado en prácticas ocultas; algo así como un brujo sabio, un hechicero. De tal modo, la erudición elevaría glamorosamente al erudito confiriéndole autoridad intelectual y
credibilidad y dotándolo de carisma, fascinación, encanto (ese carisma que tan inmediatamente reconocemos en ciertos educadores o maestros que nos tocan en lo profundo y nos conmueven). Es esto a lo que se refiere Focchi cuando sostiene que la credibilidad, la confianza, es lo que sustenta la labor del educador, el político y el psicoanalista (las tres profesiones imposibles según Freud). Asimismo, de particular interés resulta el tratamiento del amor que, en este sentido, hace el artículo de Focchi. Pues amante sería aquel que resulta conmovido por el glamour, aquel que sufre el “hechizo”. Pues el enamoramiento (ya reconocido de este modo en la sobrevaloración freudiana que no lo concibe como un equívoco sino como un agregado) eleva a la amada como única, como especial, como singular, la distingue de entre la multitud, la rescata del anónimo mar de la masividad. En otras palabras, el glamour, más allá de nublar el entendimiento para ver a algo más bello de lo que es, supone el acto de conferirle un valor agregado a lo amado (un valor que no es pasible de medición, que lo eleva más allá del “valor de mercado”).

Sin embargo, creo que es necesario extender esta última concepción un poco más lejos. Pues a mi modo de ver, el glamour sería más que un “hechizo” que nos hace ver a algo (a una persona, a una cosa) como aquello que no es, como algo más bello de lo que “en realidad” es. Por el contrario, considero que el glamour sería aquello que de hecho nos permite advertirlo “tal cual es”, que nos hace posible rozar su fundamento esencial, que nos permite aprehenderlo o vislumbrarlo como inconmensurablemente más bello que lo que equívocamente supone la convención “reduccionista” (aquella que suplanta a cada cosa por su traducción operativa, arrojando un espeso manto de sombras sobre lo imponderable e impidiéndonos aprehender a cada ser y a cada cosa en su inherentemente
inconmensurable belleza, potencia y profundidad). El glamour sería entonces un hechizo que, en vez de confundir o nublar nuestra vista, precisamente disiparía la gris niebla del “reduccionismo”, rasgando su pesado velo. Así concebido, resulta consistente con la mirada del amante, esa mirada que desnuda al amado (y, mismo tiempo, al propio amante), que expone la verdadera índole de lo amado (y, simultáneamente, del amante), que atraviesa a la máscara reduccionista para exponer el rostro trascendente, inefable, del amado (y al del amante). Por lo tanto, el glamour no sólo dejaría de ser una deformación, sino que tampoco sería un agregado o un adorno o sobrevaloración. Pues supondría el acto de transparentar la esencia del amado, más allá de la reducción operativa cotidiana.

Es interesante considerar aquí la famosa imagen popular de la “ceguera” del amor, esa ceguera que (como un hechizo) nublaría o suspendería la razón y el sentido común del amante para que éste se pudiera abandonar plenamente al sentimiento amoroso (ese amor ciego que suspendería el entendimiento). Pues, por el contrario, considero que la verdadera ceguera del amor consiste en
realidad, de modo profundo, en la capacidad del amante para desentenderse de lo externo (temporalmente ciego a lo mudable, a lo superfluo) para ser, entonces, capaz de ver con más claridad la esencia del amado, para entrar en contacto con su inconmensurable fundamento, para comulgar en lo que tienen de esenciales. Nuevamente, lejos de nublar la vista, el hechizo del glamour sería precisamente el que nos habilitaría la visión de lo relevante. El que nos haría capaces de “ver”, más allá de mirar.

En el sentido aludido, el amor representa entonces la culminación de la solidaridad. Pero similarmente a lo indicado aquí para la noción de glamour, las nociones de solidaridad y de caridad (la cual, lejos de su actual identificación con la limosna, representa la primitiva acepción para el amor, en sentido profundo, trascendente) se han ido degradando a partir de su etimología, tal como le ha ocurrido a tantas otras nociones. Pues la solidaridad y la caridad son, en sentido profundo, incomparables con sus acepciones vigentes. Imbuidos de la condición de amantes, es irremediable volvernos solidarios con lo amado al reconocemos parte, al reconocer la existencia de un fundamento común que nos hermana, al sabernos uno con él (pues, en definitiva, no somos sino en el Uno, en el Todo). El amante del mundo, por lo tanto, es consciente de la imponderable riqueza del mismo y ejercita su mirar en la humildad, en la libertad y en la sensibilidad que requiere el amado para expresarse. Y así, esa forma de mirar revoluciona profundamente al amante, genera un modo de relación por completo diferente pues, como dicho, el amante naturalmente advierte la ingente belleza de cada persona, de cada árbol, de cada piedra, de cada pájaro. Por lo tanto, como alternativa al reduccionismo, como una actitud ante el mundo todo que sea capaz no sólo de resolver los terribles problemas que afrontamos sino de instalarnos en la trascendencia, la condición de amante resulta hoy esencial. Y en ello hay un papel fundamental para la pedagogía, para la educación.

Por su parte, es interesante puntualizar que este camino de degradación desde el origen etimológico (ese que los primeros eruditos, gramáticos o “hechiceros”, enunciaron al acercarse por primera vez a cada “cosa en sí”), no resulta para nada inesperado. Pues como me apuntaba en Madrid mi amigo, el pensador y escritor Héctor Martínez Sanz, ya Nietszche nos alertaba de la calidad metafórica del lenguaje y, principalmente, del desgaste, de la erosión que dichas metáforas sufren con el paso del tiempo. Hoy es evidente que las metáforas han ido perdiendo su original belleza, su encanto, su atracción; que las metáforas han perdido su glamour. Es por ello que resulta necesario renovarlas. Más aún, es crucial ser conscientes de la naturaleza inherentemente metafórica de nuestras nociones para comprender la necesidad de por fin enfrentarnos no a las caricaturas o reducciones sino a las “cosas en sí”, de abrirnos en la humildad, en la libertad y en la sensibilidad a este mundo de inconmensurable belleza y riqueza que nos convoca. Pues sólo dicha postura, sólo la condición de amantes, nos permitirá relacionarnos de un modo profundo con las personas, con la naturaleza, con el universo. Hoy, ante el despótico y abrumador reinado del reduccionismo, se impone la necesidad de un “hechizo” que nos abra los ojos. Es decir, hoy necesitamos imperiosamente del glamour. Y necesitamos de una educación comprometida con el glamour. Es más, se requiere inaugurar una nueva era del glamour. Pero no de este glamour farandulesco de hoy, vulgar e ilusorio, que peligrosa y lamentablemente cubre de frivolidad e invisibiliza a lo acuciante, a lo relevante y a lo profundo. Sino de aquel otro glamour, ese que hace posible instalarnos en la condición de amantes.


Por Gustavo Appignanesi


* http://www.revistaenlaces.com.ar
** http://etimologias.dechile.net/?glamour

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