Animarse a ser argentino

Las raíces de nuestra identidad nacional son las mismas de nuestra identidad continental: el proyecto de entendernos como algo diferente al afuera empezó a caminar gracias a los libertadores de la patria. Sin embargo, hoy existe un nacionalismo lavado, vaciado de sentido, que va a contramano de las ideas detrás de nuestra bandera.

San Martín y Belgrano, los principales próceres de nuestra historia nacional, estaban convencidos de la importancia de desarrollar una identidad común. No lo creían por un deseo estético o por mera necesidad de pertenencia, sino por un proyecto político: la soberanía respecto a las naciones colonizadoras. La identidad propia nació en contraposición a la dominación extranjera. Frantz Fanon, autor de Los condenados de la tierra, expresaba así esta tensión: “La cultura nacional es, bajo el dominio colonial, una cultura impugnada, cuya destrucción es perseguida de manera sistemática. Rápidamente es una cultura condenada a la clandestinidad.” ¿Qué caracterizaba a este espíritu clandestino en las Provincias Unidas?

El componente principal de esta identidad naciente es el latinoamericanismo. En aquel entonces no existían las naciones como las conocemos, sino un conjunto de pueblos estrechamente vinculados entre sí, conectados por un mismo suelo, el sufrimiento de la dominación extranjera y el sueño de la autodeterminación. Ejemplos de esta forma de entender un nosotros sobran: no es casual que San Martín continuara su campaña libertadora por Chile y Perú, o que cediera su ejército a Bolívar. Tampoco que viera como iguales a los indios, expresándolo justo antes de su cita más célebre: “Cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con las bayetitas que nos trabajan nuestras mujeres y si no, andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios. Seamos libres y lo demás no importa nada”. Tampoco resulta casual que apoyara el proyecto de Belgrano de las Provincias Unidas del Sud: un reino con capital en Cuzco gobernado por una monarquía Inca, a cargo del hermano de Tupac Amarú. La bandera que éste creó sería llevada a centroamérica por Bouchard en su fragata “La Argentina”, inspirando el diseño de los estandartes de los países hermanos en la lucha por su liberación. «La unión ha sostenido a las naciones contra ataques más bien meditados del poder, y las ha elevado al grado de mayor engrandecimiento (…) ella es la única capaz de sacar a las naciones del estado de opresión en que las ponen sus enemigos, de volverlas a su esplendor” diría Belgrano.

Nunca faltan quienes critican las posturas latinoamericanistas por creerlas opuestas a la identidad nacional, pero nada más lejos de la realidad. El deseo de unión entre los pueblos nunca puso en tela de juicio su autodeterminación, puesto que esta unión debía nacer de la libertad. “Mis promesas para con los pueblos en que he hecho la guerra están cumplidas: hacer su independencia y dejar a su voluntad la elección de sus gobiernos”, dijo San Martín. Belgrano creó nuestra bandera tan convencido de su importancia como de adherir al proyecto de unión, entendiendo que ser argentino es ser latinoamericano.

Este proyecto, que hoy conocemos como el de la Patria Grande, es el que permitió la liberación de la mano de mulatos e indios, quienes también integraban el nosotros. El soldado heroico Cabral era afroindígena, y su coronel, San Martín, mestizo. Él diría que “esta Patria fue liberada por los pobres, y los hijos de los pobres, nuestros indios y los negros, que ya no volverán a ser esclavos.” Para estas familias, Belgrano pretendía entregar lotes de las tierras que no se utilizaban, para activar la economía desde las bases y apuntar a un soñado plan de industrialización.


Sin embargo, la dirección de nuestra patria se alejaría cada vez más de estos anhelos. La sangre hermana no debía derramarse, pero los conflictos de intereses entre la capital y el interior terminarían justificando la guerra civil. Los libertadores de la patria no quisieron formar parte. El Directorio, a cargo de Pueyrredón, convocó a ambos próceres a enfrentar a los caudillos federales del Litoral. No solo había sancionado una constitución unitaria, que apuntaba a establecer un príncipe europeo que asumiera como jefe de Estado (sí, leíste bien, bastante distinto del monarca inca), sino que había permitido que el Reino de Portugal invadiera la Banda Oriental con tal de que este enfrentara a Artigas. San Martín se negó: pronto partiría y no volvería a pisar el país, quedándose sin bajar de su barco al volver años después por la indignación que le causaba el fratricidio. Belgrano acató la orden, pero rogando un freno: “mi deseo es la conclusión de una guerra tan desastrosa para emplearme en acabar con los enemigos exteriores.”. Enfermo dejaría el ejército, que terminaría desmantelandose en el Motín de Arequito, donde la tropa se sublevó contra la orden de enfrentar a los federales en lugar de a los realistas.

La conformación del Estado Nación, de la identidad Argentina, quedó en manos de quienes surgieron de esta “guerra desastrosa”, no de los próceres que los precedieron. La generación del 37, con Sarmiento y Mitre, asumió la tarea de crear una identidad nacional para consolidar el Estado, una vez aplastados los caudillos federales. Sarmiento promovía ideas fuertemente cipayas y europeizantes, buscando una Argentina europea. La dicotomía entre civilización (europeo) y barbarie (indio y gaucho) lo llevó a pedir a Mitre que ‘no trate de economizar sangre de gauchos’ y a declarar que la ocupación de Malvinas ‘es útil a la civilización y al progreso’. Estas ideas eran antagónicas al proyecto de integración latinoamericano. Mitre, por su parte, escribiría la Historia dejando de lado estos componentes problemáticos de los próceres, demasiado amigos de los países vecinos, los indios y los pobres, para configurar una idea hasta apolítica de San Martín y Belgrano.

Su proyecto de país lograría concretarse de forma contundente: tan solo 50 años después del cruce de los Andes que liberó a los hermanos chilenos, Mitre embarcó al país en la Guerra del Paraguay, prácticamente un genocidio que asesinó al 90% de la población masculina paraguaya para cumplir la voluntad de los ingleses y eliminar el último bastión del proyecto latinoamericanista. Roca se convertiría en coronel en esta guerra, y lejos de la distribución de tierras planeada por Belgrano, repartió la Patagonia manchada de sangre india entre un puñado de amigos. Porciones abismales de territorio sin otro uso que la especulación. Roca hijo firmaría con los británicos el infame pacto Roca-Runciman, que prohibía la creación de frigoríficos argentinos para ahorrarles la competencia, aseguraba la venta de carne al precio más miserable del mundo y otorgaba el monopolio de los transportes en Buenos Aires. “La Argentina es una de las joyas más preciadas de su graciosa majestad”, dijeron a la corona desde la delegación.


Pasaron unos cuantos años desde aquellos hechos, y hoy nuestra idea de lo nacional se parece más a la de Sarmiento y Mitre que a la de San Martín y Belgrano. “Al cabo de uno o dos siglos de explotación, se produce un verdadero empobrecimiento del panorama cultural nacional. La cultura nacional se convierte en un acervo de hábitos motrices, de tradiciones de vestimenta, de instituciones despedazadas” dice Frantz Fanon, y vuelve a dar en la tecla. El de hoy es un nacionalismo de cartas de la selección del McDonald´s. Podemos sentir la bandera en el pecho, pero ignorar en qué creían quienes la izaron. Existe un nacionalismo que no encuentra problemático el entregar nuestros recursos a las potencias extranjeras, que admira a Margaret Thatcher y desaloja a mapuches para entregar sus tierras a Lewis. Bajo este punto de vista, San Martín y Belgrano quizá se habrían equivocado al librarnos del yugo español y su favor civilizatorio.

Esta argentinidad lavada y vaciada de contenido predomina gracias a que la contradicción se ocultó bajo la alfombra. Una tarea titánica, capaz de hacer a un lado los acontecimientos que nos posicionan en tensión con un norte colonizador: la Vuelta de Obligado de hace 180 años, el plan Cóndor de hace 50 o el deseo del Comando Sur de apropiarse de “nuestros recursos”, expresado el año pasado. Y no es casual: hay sectores concentrados que, al igual que el puñado de beneficiarios de los pactos de Roca y compañía, buscan enriquecerse con el sometimiento del país. Como decía Jauretche, “si malo es el gringo que nos compra, peor es el criollo que nos vende”.

Por eso es más necesario que nunca que entendamos el lugar que ocupamos en el mundo, y nos animemos a ser argentinos en serio. Por más que la cultura que mamamos nos quiera hacer creer que tenemos más en común con el estadounidense que con el paraguayo, pertenecemos a un mismo sur global, a una misma región que fue explotada, sometida y condenada a la servidumbre. Esto no es victimización, sino todo lo contrario: es la genuina confianza en lo argentino la que nos dicta que existe otro futuro posible. Si nuestros próceres no hubieran estado convencidos de nuestro estado de colonia, no nos habrían librado de la corona española. Es nuestra responsabilidad descubrir la contradicción que existe entre nuestros colores y la voluntad extranjera, entre los trabajadores y los criollos que nos venden, entre nuestra historia y sus promesas universales, para asumir el compromiso que exigen las rotas cadenas. No vamos a rendir honor a la grandeza de la patria hasta que no la conozcamos y aceptemos con orgullo.

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