Hace algunos días se desató en Twitter una discusión acerca del acceso ilegal a videojuegos independientes. Un usuario compartió una imagen en la que descargaba una copia pirata del juego ULTRAKILL, comentando “amo piratear videojuegos independientes”. Entre la ola de críticas que despertó – los desarrolladores independientes enfrentan situaciones económicas muy complejas para llevar adelante sus obras – terminó obteniendo una respuesta del creador del título en cuestión: “Deberías apoyar a los independientes si puedes, pero la cultura no debería existir solo para aquellos que pueden permitírselo. ULTRAKILL no existiría si no hubiera tenido fácil acceso a películas, música y juegos mientras crecía.” La sorpresiva respuesta del desarrollador le ganó ovaciones por parte de la comunidad gamer, logrando, al día de la fecha, casi 400 mil likes en la plataforma, evidenciando una problemática mayor: ¿cómo podemos reconciliar el acceso universal a la cultura, un derecho humano fundamental, con las restricciones impuestas por las dinámicas del mercado?
La problemática del acceso a los videojuegos es común en los países de nuestra América Latina. Con precios dolarizados que muchas veces representan porcentajes altísimos del salario mínimo, acceder por otros medios se ha vuelto una práctica común. Pensar en la piratería, partiendo de la premisa de que los videojuegos son cultura y que la cultura es un derecho humano, me deriva a una contradicción, una suerte de paradoja: por un lado, nadie debería ser privado del acceso a la cultura ni a ningún otro derecho humano, pero por otro, no puede quitarse a los trabajadores (menos a los independientes) la posibilidad de obtener dinero a través de sus creaciones. En este dilema se deja entrever la existencia de un conflicto ontológico entre los principios de los derechos humanos y los principios de las dinámicas de mercado. Cuando hablamos de lo ontológico, nos referimos a la esencia de los conceptos. Podemos tomar ambos (capitalismo y derechos humanos) y reducir cada uno a sus elementos fundamentales, a aquellas características sin las cuales no podríamos evocarlos, para terminar descubriendo que confrontan entre sí inevitablemente.
Al hablar de derechos humanos me refiero a los designados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que apuntan a reconocer la dignidad de las personas por el mero hecho de existir. El Artículo 27 defiende el derecho a “tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. Otros derechos pueden apreciarse como más urgentes en nuestras realidades socioeconómicas, como los listados en el Artículo 25, que pretende “un nivel de vida adecuado que le asegure [a la persona], así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios”. La esencia que todos comparten es la universalidad: aspiran a aplicarse a la humanidad entera, declarándose inherentes a la condición de humanidad.
Ahora, ¿qué se pretende en la práctica? Cuando hablamos de derechos ocurre – causalmente – lo mismo que ocurre cuando hablamos de libertades: podemos hablar en términos de permisibilidad o de posibilidad. Imaginemos el escenario invocado hace unos meses por el gurú “Bertie” Benegas Lynch, donde “la libertad también es que si no querés mandar a tu hijo al colegio porque lo necesitás en el taller, puedas hacerlo”. El hijo tiene la libertad de ir a la escuela: no hay ninguna ley que formalmente se lo prohíba. En términos de permisibilidad, es libre, así como también es libre de no ir y elegir trabajar. Ahora, ocurre que la realidad social es más compleja que una serie de reglas establecidas, y que, de no existir obligatoriedad en la educación, ese niño no tendrá posibilidad alguna de elegir estudiar cuando su familia decida ponerlo a trabajar. Aunque en términos de permisibilidad esa libertad exista, no hay ninguna posibilidad real de ejercerla. ¿Podemos decir que el chico es más libre cuando puede elegir si ir o no a la escuela, cuando en realidad estamos dándole una sola opción real? Esta misma distancia, entre las palabras y la realidad, opera cuando hablamos de derechos humanos: podemos establecer que en términos de permisibilidad a nadie se le prohíbe el acceso a la educación, pero si las condiciones materiales eliminan toda posibilidad real de optar por ella, no hay un derecho efectivo. Todos tenemos derecho a una vivienda digna, pero 4 de cada 10 hogares argentinos se endeudan para pagar el alquiler. ¿De qué sirve tal derecho?
Hay quienes consideran excesivo pretender una aplicación de los derechos humanos en tanto posibilidad: asegurarse de que nadie tenga que elegir entre estudiar o trabajar implicaría entrometerse en el libre funcionamiento del capitalismo, y según estos discursos, es el sistema capitalista el que permite la existencia de los derechos humanos. En lugar de rendir pleitesía a la pureza mesiánica del sistema abstracto, mejor cabría preguntarse qué sucede con los millones de niños que efectivamente renuncian a su derecho a estudiar por su necesidad de trabajar. Cuando hablamos de permisibilidad, inevitablemente las dinámicas de mercado pondrán un freno a los derechos, por lo que estamos sacrificando a los segundos por las primeras: no conocemos pisos mínimos tolerables en nuestros países azotados por el hambre.
Las dinámicas de mercado adquieren un rol antagónico respecto a los derechos humanos, porque un sistema económico basado en la privación es esencialmente opuesto a la pretensión de derechos universales. El capitalismo se basa en el principio de la propiedad privada: lo privado siempre necesita un otro de quien ser privado, de ahí su raíz latina privare, “despojar a alguien de algo que poseía”. Además, opera el principio de maximización del ingreso, que busca explotar todos los medios a disposición para aumentar las ganancias y disminuir los gastos ad infinitum. Estos principios afectan tanto a los consumidores como a los productores: se vuelve necesario vender, tanto como se vuelve necesario comprar. Si no se compran videojuegos, los desarrolladores no pueden crearlos, pero al mismo tiempo nadie debería ser privado del acceso a la cultura. Esta contradicción se encuentra expresada en el citado Artículo 27, que justo después de establecer la importancia de permitir el acceso a los bienes culturales dedica un segundo punto a los derechos del productor: “toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora”.
Un estado puro e inalterable del capitalismo, de propiedad privada y maximización en un ámbito desregulado, choca, en primer lugar, con la garantía de cualquier derecho humano universal. La esclavitud es inhumana, y fue probablemente el principal motor de la acumulación que derivó en la revolución industrial. A lo largo de la historia hemos visto las consecuencias de las carreras hacia el abismo en los países exportadores de materia prima, que son presionados con estrategias de competencia desleal para bajar sus precios a mínimos miserables, recurriendo a niveles de precarización aberrantes para poder vender a los Estados que buscan maximizar ganancia comprando a menor precio. No se puede mantener un país regido exclusivamente por las leyes del mercado sin que colapse socialmente. Es por ello que, excepto en el imaginario de ciertos mandatarios, un capitalismo absoluto es imposible.
A la inversa, los derechos humanos no pueden ser otra cosa que absolutos, universales. Deben ser, por definición, propios de todo ser humano, y por razón de ser, una posibilidad real. De otro modo, son solo fachada. Hay quienes sostienen que deben defenderse, pero aceptando su inaplicabilidad, porque constituyen un horizonte, como si no fuera virtualmente posible tomar medidas reales para garantizar condiciones de vida mínimamente dignas en todo el mundo. Distinto es que aquello esté en agenda de los gobiernos, sobre todo de los del Norte global. El dinero sobraría para generar trabajos y hogares, incluso para pensar formas de facilitar el acceso al consumo y la producción cultural a partir de las necesidades de los pueblos, pero no habrá planes reales de posibilidad mientras se admita la permisibilidad. Quienes defienden una concepción de los derechos humanos como elementos meramente simbólicos, en realidad defienden esta contradicción al ocultarla activamente. Para ser escuchados precisan un discurso asimilable, poco conflictivo, y en esa operación subvierten el sentido mismo de aquellos derechos que dicen ponderar.
Pero la contradicción no solo se revela ante las miradas más radicalizadas. No se precisa ser comunista para comprender que existe una dicotomía entre el capital y lo humano, que representan dos lenguajes diferentes. Los objetivos del capital no suelen reparar en lo humano, y es tan lógico que sea así como lo es entender que lo humano no suele compartir los fines del capital. Una vez asumido el conflicto ontológico, no hace falta decantarse de forma absoluta por una totalidad, negando de forma absoluta a la otra. No es necesario acabar con el capitalismo o defenderlo en toda su pureza conceptual, sino establecer prioridades. Si ya sabemos que es imposible corresponder absolutamente a las leyes del mercado, quizá el paso necesario sea tomar conscientemente una decisión: qué va primero y qué va después, el capital o los derechos humanos.
Es necesario determinar qué idioma quiere hablar Nuestramérica. Si deseamos habitar un suelo donde los derechos humanos sean efectivos, donde el proyecto a conquistar sea la dignidad y la libertad de cada persona, es necesario poner “el capital al servicio de la economía y ésta al servicio del bienestar social”. Pero de hacerlo, hay que hacerlo con valentía, apuntando a la realización efectiva y no a la mera permisibilidad. No hay profanación lo suficientemente grave de la pureza del sistema como para poner en espera la dignidad de nuestros pueblos.
En caso contrario, podemos hablar el idioma del Capital Humano: solo es necesario anteponer el primero a los derechos y las libertades – fingiendo que así las multiplicamos -, suprimir de la ecuación nuestra humanidad y soltar el timón de nuestro destino común, mientras esperamos con la paciencia que pocos pueden disponer la gloriosa venida de nuestro salvador superávit fiscal.
Por Francisco Appignanesi.